Por Luciana Balanesi
A Luis, hijo de Luis Junior y primer nieto varón de Don Luis, los Reyes Magos no le trajeron lo que había pedido.
El viernes, después de abrir los regalos solo, se fue a la colonia de vacaciones con una luna grande como la panza de su mamá quien, con la excusa del embarazo avanzado, todavía dormía. Esteban, el chofer de la familia no se sorprendió al verlo subir desganado, lo conoce muy bien por las tantas actividades a las que lo lleva y trae desde que era muy pequeño.
Luis se subió al auto ensimismado. No pronunció palabra. Esteban desistió pronto de hablar con él. Lo conoce, quizás, más que nadie. Puso música y lo dejó navegar en su silencio.
Esteban se asustó sin embargo cuando Luis le pidió que le abra la ventanilla en ese semáforo en que un chiquito de su misma edad, descalzo y con la piel renegrida por los rayos del sol veraniego, sonreía haciendo piruetas con naranjas. Esteban se estremeció cuando lo vio, por el espejo retrovisor, entregar uno de sus juguetes nuevos al otro niño.
Tuvo la suerte de poder captar la mirada de agradecimiento de uno y la emoción contenida del otro.
Al llegar a la colonia Luis se sintió acosado por sus amigos que venían muy contentos con las pistolas de agua, las raquetas, los flotadores y los toallones de colores brillantes. Luis estaba triste. Algo del encuentro que acababa de tener le había hecho sentir un abismo que, por su corta edad, no podía definir.
Fue tal su enojo, fue tal su angustia, fueron tales su frustración y su tristeza ese viernes que decidió fingir un dolor de panza incontrolable. Los responsables del club se comunicaron con sus padres y vino Esteban entonces a retirarlo.
Ya en su casa, protegido por el aire fresco de su habitación lloró desconsolado y abrazado a su almohada, primero pidió perdón a los Reyes, porque sabe que son magos y lo pueden escuchar, y luego les prometió que de ahora en más los ayudaría a repartir regalos. Capaz que así la magia llegaría adonde no llega por más que los Reyes quieran.